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lunes, 23 de diciembre de 2013

La cena de nochebuena.

Era una nochebuena más, me decía a mí mismo. Pero no era así.

Tenía dieciséis años y había vivido dieciséis nochebuenas. La primera que recordaba era una en la que tenía cinco años. Parecía que hubiera ocurrido hacía una eternidad, pero tan solo 11 años me separaban de aquel momento.

Cuando tenía cinco años recuerdo que la cena se organizaba en la mesa de nuestro salón, que era la más grande. Tenía ocho sillas, pero no eran suficientes. Teníamos que coger otra tantas sillas de la cocina y alargar la mesa para poder cenar juntos. Cada uno de nosotros estaba en su sitio encogido y casi sin espacio, procurando no moverse demasiado para no chocar con el brazo del comensal que tenía a su lado.

Hoy la cena iba a ser igual, me decía. Pero sabía que me engañaba a mí mismo.

Nunca volvería a ser igual. Con el paso de los años las cosas habían cambiado y un nuevo orden se había impuesto. Desde hacía pocos años cenábamos en la mesa de la cocina, bastante más pequeña que la del salón y con solo seis sillas.

¿A qué se debía el cambio? Os lo contaré.

Cuando tenía cinco años éramos dieciséis personas para cenar. Cuando tenía dieciséis años solo éramos cuatro personas.

Mis abuelos ya no estaban.
Mis tíos-abuelos ya no estaban.
Algunos de mis tíos ya no estaban.

Solo quedábamos mi madre, mi tía, mi hermano y yo.

Así que esa noche nos sentaríamos a cenar en la mesa de la cocina como cualquier otra noche. Pero esta no era una noche cualquiera.

Cuatro sillas estarían ocupadas y dos vacías. El resto de la casa a nuesto alrededor lamentaría en silencio tantas pérdidas. Mi tía sacaría el cordero del horno y después de cenar lo guardaría para el día siguiente, pues evidentemente sobraría.

Sí, cuatro sillas ocupadas dos vacías, y un ambiente inconsolable de soledad marcado por un silencio agónico que nos acompoñaría desde ese momento hasta nuestro final.

Por lo demás, solo lágrimas.



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