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martes, 31 de diciembre de 2013

Campanas a medianoche

Hoy se acerca, ineludible, el comienzo de un nuevo año. A las doce de esta misma noche las campanadas nos llevarán y un nuevo lugar completamente desconocido: 2014.

Me digo a mí mismo que esa noche todo cambiará. 
Que en la madrugada del 1 de enero las cosas comenzarán a ser diferentes. 
Que cuando suene la última campanada cambiará algo más que la fecha y el calendario.

¿Pero tengo razón o solo busco un consuelo?
No tengo la respuesta, pero aunque la tuviera daría igual. Llegará medianoche, sonarán las campanas, cambiará la fecha y lo que tenga que pasar pasará. 
Y como siempre, yo no podré decidir lo que ocurra. Simplemente ocurrirá.

Se acerca el desenlace. Faltan apenas cinco minutos y mi ilusión sigue ahí, expectante. 
No sabe que pronto tendrá que marcharse abatida, como tantas otras veces.

Mi madre, mi tia y mi hermano, ajenos a todo lo que tiene lugar dentro de mí, preparan los cuencos con uvas y los acercan a la mesa. Cada uno de nosotros coge uno y comienza la cuenta atrás: Los cuartos.

´´Todavía no`` Le dice mi tía a mi hermano, que siempre se confunde. ´´Ahora``

Comemos las uvas, una a una, al son de las campanas.
Como si llevar el compás trajese salud cuando solo trae esperanzas sin fundamento.
Entonces suena la última campanada, me llevo la última uva a los labios y me digo a mi mismo que este año todo será diferente.

Sin embargo lo único que cambia ese día es el año, no mi vida.
Y aún así, abatido, me levanto una mañana más y lo intento de nuevo.






lunes, 23 de diciembre de 2013

La cena de nochebuena.

Era una nochebuena más, me decía a mí mismo. Pero no era así.

Tenía dieciséis años y había vivido dieciséis nochebuenas. La primera que recordaba era una en la que tenía cinco años. Parecía que hubiera ocurrido hacía una eternidad, pero tan solo 11 años me separaban de aquel momento.

Cuando tenía cinco años recuerdo que la cena se organizaba en la mesa de nuestro salón, que era la más grande. Tenía ocho sillas, pero no eran suficientes. Teníamos que coger otra tantas sillas de la cocina y alargar la mesa para poder cenar juntos. Cada uno de nosotros estaba en su sitio encogido y casi sin espacio, procurando no moverse demasiado para no chocar con el brazo del comensal que tenía a su lado.

Hoy la cena iba a ser igual, me decía. Pero sabía que me engañaba a mí mismo.

Nunca volvería a ser igual. Con el paso de los años las cosas habían cambiado y un nuevo orden se había impuesto. Desde hacía pocos años cenábamos en la mesa de la cocina, bastante más pequeña que la del salón y con solo seis sillas.

¿A qué se debía el cambio? Os lo contaré.

Cuando tenía cinco años éramos dieciséis personas para cenar. Cuando tenía dieciséis años solo éramos cuatro personas.

Mis abuelos ya no estaban.
Mis tíos-abuelos ya no estaban.
Algunos de mis tíos ya no estaban.

Solo quedábamos mi madre, mi tía, mi hermano y yo.

Así que esa noche nos sentaríamos a cenar en la mesa de la cocina como cualquier otra noche. Pero esta no era una noche cualquiera.

Cuatro sillas estarían ocupadas y dos vacías. El resto de la casa a nuesto alrededor lamentaría en silencio tantas pérdidas. Mi tía sacaría el cordero del horno y después de cenar lo guardaría para el día siguiente, pues evidentemente sobraría.

Sí, cuatro sillas ocupadas dos vacías, y un ambiente inconsolable de soledad marcado por un silencio agónico que nos acompoñaría desde ese momento hasta nuestro final.

Por lo demás, solo lágrimas.